Lago Titicaca desde Isla del Sol, Isla de la Luna al fondo. |
Nos levantamos temprano, como ya era costumbre
en este viaje, y después de tener que bajar, aquí también, a protestar para que
nos conectaran el calentador del agua caliente, preparamos nuestras mochilas
pequeñas con ropa para los dos días que íbamos a estar de visita por el lago.
No hubo suficiente tiempo para que el agua se calentase, así que una vez más tuvimos
que ducharnos como pudimos, con agua congelada y con un frio que había que
“pelaba”.
Después del ligero desayuno, nos
recogió un mini bus, que nos hizo un recorrido de cinco minutos hasta el
embarcadero, comprobando desde la ventanilla del mismo, que Puno, no tiene absolutamente nada que
ver. Simplemente, es la mejor puerta de acceso a las islas peruanas del Lago Titicaca.
Presentamos nuestros tickets al primer
guía turístico que vimos operando por allí, y éste nos indicó cual era nuestro
barco. Lo compartiríamos con varios turistas canadienses, un par de muchachos alegres
y divertidos, argentinos, Matías y
Rodrigo, y dos jovencitas italianas, Isabela
y Julia, de los que nos hicimos amigos en esos dos días.
A pesar del sol cegador de la mañana,
salir a la cubierta superior del pequeño barco, fue misión casi imposible, pues
el aire cortaba de lo frío que estaba, y fue así durante toda nuestra estancia
en el Titicaca. Conviene recordar,
que estábamos a 4.000 metros de altitud sobre el nivel del mar, por lo que la
combinación del deslumbrante sol junto al mortífero frío, resulta un tanto
extraña.
Nos tocó en suerte un peculiar guía,
un tal Tito Castro, que nos amenizó
bastante con su peculiar y divertido acento, la pesadez supina que es la
navegación en este tipo de barco, del que nadie habla. Y es que una vez que se
te ha pasado el enorme “subidón” de estar surcando las aguas del lago situado a
más altitud del mundo y el más grande de Sudamérica,
con más de 170 km de largo y 60 km de ancho, tan grande que parece un mar, y que
el único paisaje que se puede contemplar durante las varias horas que se
necesitan para llegar desde un punto al otro, sea el del agua, los traslados se
hacen muy cansinos, la verdad sea dicha.
La primera parada que hicimos, después de las
presentaciones a bordo, y de una pequeña introducción por parte de Tito Castro, acerca del lago y sus
habitantes, de origen quechua y aymara, fue en las famosas y ”turisteadas” islas flotantes de totora.
Los Uros.
Desoyendo los consejos de los turistas
que nos tropezamos por el camino y haciendo caso de nuestro gran amigo Nacho, un gran viajero, que había
visitado estos sitios años atrás, decidimos venir a esta parte del mundo.
Y
afortunadamente así lo hicimos, pues no estamos de acuerdo con muchos de los
comentarios que hemos oído y leído acerca de estas islas y de la vida en el
lago en general.
En Los Uros, a pesar de que el turismo hoy en día sea la base de la
subsistencia de la gente que vive en estas construcciones realizadas con el
junco flotante de totora y evidentemente esto haya obrado un cambio radical en
su comportamiento, realmente muchas de las personas que conocimos, sí que viven
allí, de una manera y condición, verdaderamente singulares.
Si ahora, su modo de conseguir dinero,
es vender artesanía realizada por ellos mismos, mantener a flote sus construcciones
al modo ancestral para que los turistas puedan pasear por ellas, o simplemente,
ofrecerles paseos en sus barcas realizadas con el mismo junco que el de sus
islas artificiales, no creo que nadie esté en disposición de decir, que eso sea
menos lícito o auténtico, que por ejemplo, ofrecer sofisticados hoteles de todo
incluido a los turistas, para que vengan y disfruten de las Islas Canarias, o del encanto del Caribe, y por ello haya que desestimar
su visita. Por lo menos, esa fue la conclusión de nuestra reflexión.
Antes de llegar al asentamiento, hay un puesto
de vigilancia de los nativos de Los Uros,
en el que hay que abonarles una tasa de entrada (como en casi todos los sitios
del mundo que hemos visitado, por ejemplo, por extrapolar el asunto a otros
confines del mundo, en las aldeas de los bancales
de arroz del sur de China), y una vez en las islas flotantes, después de
una charla explicativa de las costumbres locales y de como se construyen y
mantienen estas “islas”, las señoras del asentamiento, te invitan amablemente a
conocer a sus niños y a ver por dentro las cabañitas en donde viven, realizadas
como todo aquí, con junco de totora, con la intención final de sacarte su
mercadería y regatear un poco para conseguir algo de dinero en efectivo, que es
precisamente de lo que carecen.
Tanto se le “llenaba la boca” a los
viajeros que nos habíamos tropezado por el camino con lo de que este sitio
estaba demasiado “turisteado”, que sinceramente, creemos que si no lo vieron,
se lo perdieron.
Todos los comentarios que recibíamos iban en detrimento de este
lugar, y a favor de la isla del Sol,
en la parte boliviana del lago, que precisamente, fue la que menos nos gustó de
todas, y precisamente además, por ese mismo tema del “turisteo”.
Nuevamente tenemos que nombrar aquí a
nuestro más que amigo, quién un día acertó a enviarnos un mensaje mientras
realizábamos este viaje, en el que nos comentaba, que cada cual tiene sus
propias vivencias, y que para lo que a alguien, un lugar determinado en el
mundo, pueda haber sido una experiencia maravillosa, para otro, el mismo sitio,
puede que el recuerdo no sea del todo grato...
La Isla de Amantaní.
Después de permanecer unas pocas en Los Uros, en compañía de sus lugareños,
reanudamos la lenta y pesada travesía con dirección al norte del lago, en busca
de nuestra siguiente parada, la isla donde pernoctaríamos, Amantaní, en donde viviríamos uno de los episodios más bonitos en
el terreno emotivo y sentimental con sus habitantes, que podamos recordar
jamás, de los diferentes viajes que hemos realizado.
Panorámica del muelle de la Isla de Amantaní. |
Desde el barco, divisamos al llegar al muelle, a un nutrido grupo de habitantes de la isla (que tiene unos 4.000 aprox.), ataviados con sus vestimentas típicas, que por lo visto, también son las habituales, para repartirse entre ellos, mediante un sistema de rotación que se han autoimpuesto para que a cada uno de ellos les toque un poco del beneficio del turismo, a los visitantes que llegábamos hoy a su isla.
La espera fue una situación un tanto incómoda. Mientras que los turistas estábamos sentados en un lado del muelle observando como Tito Castro le daba una lista con nuestros nombres al jefe de la isla, los habitantes de Amantaní, nos observaban a cierta distancia, esperando instrucciones de este hombre, para ver a quién y quienes les tocaban en suerte para alojar en sus casas.
Después de una media hora de charlas, Marijose y yo fuimos asignados a la familia de la señora Lucila, quien después de una tímida presentación, nos invitó a seguirla hasta su casa, separándonos del grupo hasta dentro de un par de horas.
Caminamos en silencio detrás de ella, a través de unos senderos que atravesaban secos huertos delimitados entre sí por muros de piedra, que albergaban cada uno, una pequeña casa rústica, construidas con adobe y piedras, de aspecto muy humilde. Muy a menudo la humildad y el aspecto de sencillo de las cosas, van unidas de la mano con la belleza que un foráneo puede percibir en ellas. Aquí, se daba este caso.
Entramos a la humilde casa de la señora Lucila, y directamente nos
condujo a nuestra habitación, que estaba en la parte alta de la casa y había
que acceder a ella, subiendo una destartalada escalera construida con maderos y
tablones, desde el un patio interior.La habitación, era muy humilde, pero muy
bonita, con una decoración al estilo de las casitas de muñecas.
Lucila, nos invitó a ponernos cómodos, y a que dentro de un rato, bajásemos a almorzar, y se marchó muy sonriente, pues le dimos como regalo de agradecimiento por habernos acogido, unos paquetes de azúcar, café y arroz, que habíamos comprado en Puno con esta intención.
Lucila, nos invitó a ponernos cómodos, y a que dentro de un rato, bajásemos a almorzar, y se marchó muy sonriente, pues le dimos como regalo de agradecimiento por habernos acogido, unos paquetes de azúcar, café y arroz, que habíamos comprado en Puno con esta intención.
La rústica cocina a donde bajamos para encontrarnos con Lucila, no tenía cocinilla, en su lugar, había un fuego de madera donde colocaban sus utensilios de barro para cocinar. Estaba ubicada junto a la puerta de la salida de la casa, y para llegar al baño, había que salir a la huerta, donde tenían un pequeño cuarto acondicionado, separado de la casa. Si queríamos asearnos, tendría que ser al estilo local, agua el fría almacenada en un cubo, y a tiritar.
A la hora de la comida, la señora Lucia, nos presentó a sus dos hijas, Lisbeth y Noelia, de 11 y 13 años cada una, y a sus dos niños pequeños Axel y Miguel, de 8 y 4 añitos de edad.
En principio, Lucila, sentó a sus hijos a parte, dejando la mesa sólo para
nosotros dos, pero insistimos en que los críos compartieran mesa con nosotros,
y así, animadamente comenzamos a comer todos, el sencillo almuerzo que nos preparó
Lucila, como si estuviésemos en
familia.
Las hijas mayores, Lisbeth y Noelia, nos bombardeaban a preguntas, igual que nosotros a ellas,
ante la mirada cómplice de su madre, y a los más pequeños, les tomábamos el
pelo una y otra vez, con bromas infantiles, que les provocaban risitas.
Después del almuerzo, las niñas, se
fueron a hacer sus deberes escolares, y nos quedamos un rato con “los enanos”
en la huerta. Ni un minuto tardaron en buscarme para subírseme a las barbas en
busca de juego. Menos tardé yo en proporcionárselos.
Puerta del templo de la Pachamama. |
Sobre las 15:00 horas, nuestro grupo
de turistas, había quedado en reunirse en la plaza principal del pueblo, para
comenzar una caminata hasta la cima de la isla, donde se encuentran los
Santuarios de La Pachamama y el de
la Pachatata, así que encaminamos
nuestros pasos en busca de ellos acompañados por Lucila y Axel, a quien
le había llamado sobremanera mi estatura. En cada piedra, murito o cosa que
encontraba a su paso, se subía y se comparaba conmigo:
- ¿Ahora soy más alto que tú? – Me preguntaba, y yo me ponía de puntillas o me subía a otra cosa - ¡No Axel! Sigues siendo chiquito…- y él se mondaba de risa y corría en busca de otro sitio al que subirse.
- ¿Ahora soy más alto que tú? – Me preguntaba, y yo me ponía de puntillas o me subía a otra cosa - ¡No Axel! Sigues siendo chiquito…- y él se mondaba de risa y corría en busca de otro sitio al que subirse.
La excursión que hicimos con el grupo,
fue una bonita ascensión por unos senderos de piedra muy bonitos, pero bastante
dura, tanto por lo empinado del terreno, como por la falta de aire en esas
altitudes, unos 4.100 m.s.n.m.
Durante el camino, conversamos de manera
larga y distendida con el señor Tito
Castro, quien a pesar de su aspecto y sus formas un tanto despreocupadas,
nos sorprendió gratamente con unos grandes conocimientos sobre las gentes de
estas islas y unas mejores maneras de explicarlas.
En lo más alto de la isla de Amantaní, en el Santuario de la Pachamama, obtuvimos unas preciosas vistas del lago Titicaca, y disfrutamos de una preciosa puesta de sol que nos hizo entender algo del porqué viene hasta este alejado lugar tanto tío “místico”, que quiere hacer rituales y sentir todo lo que rodea a la cultura que aquí se dio, pero a cambio, tuvimos que soportar la dura climatología de este lugar del mundo.
A la vuelta, ya de noche, con uno de los mejores cielos estrellados que hemos visto nunca, en casa de Lucila, nos dispusimos a cenar, y conocimos al señor Esteban, marido de Lucila, que había vuelto de la dura, pero cotidiana aquí, jornada en el campo.
Con él nos enfrascamos en una
apasionante interacción de tan distantes puntos de vista, y nos quedamos
sorprendidos por todo lo que tenemos en nuestra sociedad que no apreciamos y
que ellos no tienen ni la más mínima posibilidad de obtener, como podría ser
por ejemplo, un médico. Cuando se enteraron de que Marijose es enfermera, Esteban,
comenzó a relatarnos que desde que había muerto el chamán que había ayudado a
su mujer (y a todas las demás mujeres aquí, en Amantaní) a dar a luz a sus cuatro hijos, se habían quedado sin
soporte médico. Y por lo que nos contaba, todo lo que les ofrecía este chamán,
no era sino medicina naturalista, a base de hojas de coca y otras así…nos
quedamos “flipando en colores”….
Templo de la Pachatata. |
Además, Lucila, se encontraba desde hacía algún tiempo un poco mal, con
algo de resfriado, y nos preguntaron si habíamos traído con nosotros alguna
medicina que pudiésemos brindarles, ya que aquí es imposible conseguirlas. Nos
maldijimos, pues sí que siempre cargamos un pequeño neceser con algún
antinflamatorio, paracetamol y cosas así, pero nos lo habíamos dejado en Puno, con lo que la pena que nos
quedó, fue mucha.
Así que, como consejo nuestro para el
viajero que vaya a las islas del Titicaca,
es que no estaría de más que les llevasen algo tipo aspirina, paracetamol y
cositas así, además del típico obsequio que les llevamos los turistas, como
leche evaporada, café y cosas de este estilo, que al final, no son para ellos,
porque lo que hacen, es guardarlo para el próximo turista al que puedan acoger.
Enfrascados en esta charla, Lisbeth, se llevó a los peques a la
cama, y Noelia, insistía una y otra
vez, en que fuésemos con ella al baile que se organizaba en el pueblo para
celebrar la llegada de los turistas.
Su carita de pena era todo un poema
cuando reusábamos ir al baile, excusándonos con el cansancio y con nuestra edad:
- ¡Es que estamos viejitos Noelia…entiéndelo! –
- ¡Es que estamos viejitos Noelia…entiéndelo! –
A pesar de que la vagancia nos podía,
cuando intuimos que su madre no la dejaría ir al baile, a no ser que fuese
acompañándonos, aceptamos, provocando que de un enorme bote de alegría desapareciera
de la cocina, y que en menos de un minuto estuviese de vuelta con trajes
típicos debajo del brazo, para que nos los pusiéramos y nos vistiésemos como
ellos.
Con ese aspecto más que gracioso, asistimos al evento.
Con ese aspecto más que gracioso, asistimos al evento.
El bailecito que nos brindaron en un
pequeño y modesto edificio que tienen como local social, estuvo muy divertido y
pasamos un buen rato, saltando y “haciendo el pato” junto a los lugareños, al
ritmo de la musiquilla folclórica de una banda local.
Yo me la pasé bromeando a costillas de uno de nuestros nuevos amiguetes argentinos, a quien “al vuelo” pillé infraganti “echándole” el ojito a una de las italianas, como decimos aquí en Canarias, “tirándole los cacharros”, y como buen observador, también me di cuenta que ella hacia más “mutis por el foro” que otra cosa, con lo que aún más me reía de él, mientras Mari, me soltaba collejas por ser tan indiscreto:
- ¿Pero como se te ocurre decirle esas
cosas al chico? ¡Se va a enfadar! - ¿Pero es que yo no era así cuando me
conociste? ¡Ay! -
Por suerte, ambos muchachos, eran chicos
magníficos, y se tomaron las cosas como hay que hacerlo, con muy buen humor, y
tanto recibían bromas como las gastaban, así que mientras yo hice buenas
“migas” con ellos, Marijose hizo más
de lo mismo con las jóvenes italianas, sobre todo cuando descubrieron que una
de ellas tenía, había estudiado para entrar en el mismo gremio laboral que Mari.
A las tantas de la madrugada, nos fuimos con Noelia, a la que ya se le cerraban los ojitos por el sueño (¡no quería fiesta! ¡Eso, por osar picar a dos veteranos curtidos en mil juergas!), y por el camino, nos quedamos anonadados con la cantidad de estrellas que se podían ver en aquel impoluto cielo brillante, limpio de contaminación, en el que parecía, que te ibas a caer hacia arriba y sumergirte en el firmamento.
Nos despertamos bastante antes que los habitantes
de la casa, así que en aquella despejada y fría mañana, nos apañamos como
pudimos para asearnos en el baño con aquella agua a punto de congelación.
Desayunamos en la mesa con los chicos
de la casa, jugueteando con los peques, hasta que dio la hora de irnos. Nos
despedimos de ellos con besos y abrazos, y Lucila
caminó con nosotros acompañándonos hasta el muelle, mientras Esteban, se preparaba ya para salir al
campo.
Recorrida poca distancia de la casa,
vimos a Axel correr y subirse a un
muro:
-¡Adiós Pedro! ¡Mira, ahora soy más alto que tú!- decía mientras agitaba su manita despidiéndose. Su padre corrió para sujetarlo y meterlo en casa mientras nos regalaba una sonrisa.
-¡Adiós Pedro! ¡Mira, ahora soy más alto que tú!- decía mientras agitaba su manita despidiéndose. Su padre corrió para sujetarlo y meterlo en casa mientras nos regalaba una sonrisa.
Marijose, con quien me había puesto de acuerdo anoche, llevaba en la mano un dinero para dárselo a Lucila como agradecimiento por su hospitalidad. Quizás para nosotros solo hubiese supuesto una pequeña salida a cenar alguna noche en nuestro lado del mundo, pero para ellos, que no tienen nada de dinero en efectivo esperábamos que fuese una ayudita.
Un tanto emocionada, con los ojos aguados por la reacción del chiquillo al irnos, se dirigió a ella y le dijo:
- Lucila,
no sabemos como agradecerte lo buena que has sido tú y tu familia con nosotros,
por favor, acepta este poquito de dinero como agradecimiento -
Nosotros creemos que ellos ya estaban
contentos con nuestra visita y no esperaban nada más, pero la cara que se le
puso a la señora con el regalo, repartiéndonos abrazos y besos con los ojos
rayados de la emoción, nos pudo. Es verdad, ambos, somos más bien “blanditos”
para las situaciones sentimentales de este tipo, y al ver esta reacción
desmesurada por un simple gesto de agradecimiento, nos hizo darnos cuenta de lo
que significa para estas personas, algo que parece insignificante para
nosotros.
Esta sencilla señora, hizo que se nos saltaran las lágrimas de la emoción también a nosotros, solo por ver la felicidad que le habíamos provocado con prácticamente nada.
Esta sencilla señora, hizo que se nos saltaran las lágrimas de la emoción también a nosotros, solo por ver la felicidad que le habíamos provocado con prácticamente nada.
Tomamos nuevamente el barco, y Lucila nos despidió agitando la mano
desde el muelle, y partimos aún con el corazón encogido, en dirección a la
siguiente isla del Lago Titicaca.
La isla
de Taquile.
Después del inevitable hastío del traslado en barco, llegamos después de poco más de una hora de navegación, a quizás la más famosa isla del Lago Titicaca.
Taquile, es una isla
muy parecida a Amantaní, pero la
diferencia estriba en sus habitantes que son de ascendencia aymara.
Para llegar al centro de la isla,
hasta el poblado principal, recorrimos desde el muelle un empinado sendero de
piedra muy similar al de ayer en la isla vecina, que recorre bordeando la costa
de la isla, dejando a la vista los campos de cultivo, el agua del lago y la
silueta de las islas cercanas.
Ese día la isla estaba en fiestas.
Había, no recordamos bien qué hermanamiento de los profesores de Amantaní, y tanto en el colegio como en
el instituto, los profesores de ambas islas jugaban un torneo de varios
deportes, así que salvo ahí, en donde se concentraba toda la gente, todo lo
demás en la isla, estaba prácticamente desierto.
Al llegar a los institutos,
descansamos un poco y entablamos conversación con los jóvenes alumnos durante
un ratito, para proseguir bordeando la isla por el sendero, contemplando el
bonito paisaje mientras atravesábamos los característicos, números y tan
famosos arcos de piedra de esta isla, hasta que volvimos a la zona del muelle, y
antes de tomar nuevamente el barco para finalizar esta excursión, almorzamos en
el restaurante de la cofradía local, la típica trucha (introducida) del lago Titicaca.
Durante el almuerzo estrechamos lazos
con las jovencísimas Julia e Isabela, y con nuestros entrañables
argentinos Rodrigo y Matías, quienes nos prometieron una
parrillada al estilo argentino cuando visitemos Buenos Aires. Les informamos desde aquí, que pensamos algún día
hacerles cumplir lo prometido.
La vuelta a Puno, fue tediosa como no, y cuando retornamos al hotelito, nos encontramos con que tampoco hoy había agua caliente en la ducha, así que después de unos días de asearnos de mala manera, bajé a recepción hecho una fiera y les exigí que cumplieran con el trato si querían cobrar.
En un momento apareció la dueña del hotel,
con dos botellines de agua como obsequio para pedirnos disculpas, y nos comentó
que claro, que ellos ponen el agua caliente a determinadas horas porque si no,
sería mucho gasto para ellos…- ¡pues no digas que tienes agua caliente las 24
horas…!- le contesté. Y ella alegó que claro, es que si no decían eso, los
clientes se le irían al hotel de al lado…
- ¡Pues sería lo lógico…!- le volví a decir.
- ¡Pues sería lo lógico…!- le volví a decir.
La anécdota fue que al ratito, volvió la dueña para avisarnos de que ya teníamos agua caliente, y entablamos una pequeña conversación con ella, en la que le contamos que nuestra intención era pasarnos unos días a Bolivia y después volveríamos por aquí, ya que yo estaba preocupado porque nuestro retorno coincidía con las fiestas de la Virgen de Candelaria y no podríamos retrasarnos en volver a subir hasta Lima.
La cosa fue que cuando se despidió la
señora, a los pocos minutos, nos tocó en la puerta una joven morena de largo
pelo negro, con aspecto, facciones y acento claramente peruanos, y nos preguntó
que si éramos españoles.
- Emmm, sí….- le contesté dubitativamente.
– ¡Yo también, de Barcelona! – exclamó.
-Pues ah…-
upusimos que sería la típica doble nacionalidad, y continuó haciéndonos preguntas, porque según ella, nos había escuchado decirle a la señora que nos íbamos a Bolivia, y que ella también querría ir, pero, claro, que estaba sola, y quería saber si podría unirse a nosotros dos en esa parte del viaje…
- Emmm, sí….- le contesté dubitativamente.
– ¡Yo también, de Barcelona! – exclamó.
-Pues ah…-
upusimos que sería la típica doble nacionalidad, y continuó haciéndonos preguntas, porque según ella, nos había escuchado decirle a la señora que nos íbamos a Bolivia, y que ella también querría ir, pero, claro, que estaba sola, y quería saber si podría unirse a nosotros dos en esa parte del viaje…
En principio, no le dijimos que no, (aunque ya estaba decidido que no, pues con nuestra experiencia sabemos que ya a veces es difícil viajar con amigos y personas que conoces, ¡cómo para viajar cargando con una desconocida!) y la excusa que le pusimos, es que todavía teníamos que averiguar cómo ir, que mañana iríamos a la estación de autobuses a preguntar y que cuando lo supiésemos, la avisábamos.
– ¡Ok! - Exclamó, - ¡Pues estoy en la habitación justo enfrente para cuando lo sepáis! –
Después de nuestra por fin
ansiada ducha con agua caliente, tomamos un taxi, y nos fuimos hasta la
estación de autobuses, y preguntamos en varias compañías cómo ir hasta La Paz.
Nos ofrecieron tantas cosas a tan
dispares precios, que al final, por lo que optamos fue por comprar un billete muy
barato para salir temprano por la mañana, llegar hasta Copacabana, ya pasada la frontera boliviana, y allí ya veríamos si
íbamos a ver la isla del Sol, o si
hacíamos noche, o si continuábamos hasta La
Paz.
Después de comprar los boletos (como
le dicen aquí) para el bus, y de pasear un rato por el centro de la ciudad en
busca de cena, nos metimos embaucados por uno de esos muchachos que intentan
captar turistas, en otro restaurante que no era el nuestro favorito al estar
cerrado por descanso del personal. De entrada, a pesar de que el local estaba
bien decorado, no nos gustó, pues había dos críos, uno de ellos de no más de 11
años trabajando allí.
Nos escondieron los menús del día y sólo nos mostraron la abusiva carta para sablear a los turistas, pero yo se los pedí, y me ofrecieron uno de 20 Soles cuando el chico de la calle nos había dicho que el menú eran de 12 Soles, así que les llamé la atención y cambiaron el precio, pero después se estaban haciendo los “longuis” con los pisco-sour que nos había ofrecido el captador de la calle y también los reclamé…
Entonces el crio que tenían de camarero, viene
a darme explicaciones alegándome en un tono que no me gustó ni un pelo,
diciendo que si el de la calle era esto, o el de la calle lo otro, hasta que me
mosqueé:
-¿Usted que está haciendo aquí que no
está en el colegio?-
Le grité al chico, que me miró con cara de susto, y continué:
- ¡Usted es demasiado pequeño para hablar conmigo, y menos con esos modos, tráigame a su padre o al dueño de este cuchitril ahora mismo! –
Le grité al chico, que me miró con cara de susto, y continué:
- ¡Usted es demasiado pequeño para hablar conmigo, y menos con esos modos, tráigame a su padre o al dueño de este cuchitril ahora mismo! –
Rápidamente apareció el que se supone que era dueño del restaurante, suponemos que el padre, y mandó al chico, que aún vestía uniforme escolar, detrás de la barra, y nos hizo saber que no habría ningún había problema. Así que comimos lo que nos habían ofrecido al precio prometido, pero hubo que imponerse.
Al llegar a la habitación del hotel,
lo hicimos de puntillas para que nuestra vecina no nos oyera, aguantando las
risas pues los pisco-sour de la cena estaban haciendo su efecto, pero cuando
llegamos hasta la puerta de nuestra habitación, oímos que desde su habitación,
nuestra amiga, jadeaba y gemía con alguien, pasándolo bien, por supuesto, con
lo que si de verdad estaba sola cuando habló con nosotros, en este ratito ya
había encontrado compañía… - ¡Oye! ¡A lo mejor hubiese sido divertido traerla
con nosotros! – le dije socarronamente a Marijose
y - ¡Ay! – Exclamé cuando me dio mi merecida colleja con una mano y con la
otra se tapaba la boca para que no se le oyeran las risas…
Bolivia, La isla
del Sol.
Al día siguiente, por la mañana temprano, tomamos nuestro bus con destino a Copacabana, con la anécdota de la discusión de Marijose con la intransigente imbécil de los lavabos de la estación, quien a pesar de que habíamos pagado el “impuesto revolucionario” de las terminales en Perú, no quería darle papel para el baño si no era con un Sol de por medio, a lo que Mari por supuesto se negó.
Calle principal de Copacabana. |
Después del pesado trámite, y hasta a veces ridículo, de las aduanas, en el que tuvimos que apearnos del autobús, pasar primero por la oficina de Perú, donde el funcionario de turno no quiso mi flamante pasaporte provisional tramitado en Lima, sino que me selló en el roto.
Después tuvimos que caminar y atravesar la puerta de Bolivia a pie, para volver a entrar en una oficina, esta vez boliviana, para el trámite de entrada.
Tampoco quisieron mi pasaporte nuevo, con lo que, por miedosos, se ve que hicimos un poco el “pringui” al haber tramitado el provisional. Aunque a la vuelta, un error nuestro al anotar el número, nos costó tener que dar unas cuantas explicaciones.
Apostados a la puerta de las oficinas, muchos lugareños ofrecían cambio de divisas, pero con unas condiciones muy desventajosas, así que sólo cambiamos unos pocos euros para ir escapando hasta llegar a La Paz.
Nuevamente a bordo del autobús, que nos esperó
todo el trámite al otro lado de la frontera, un operador de la compañía, la
Titicaca-Bolivia, nos preguntó por nuestros planes de viaje. Le explicamos que
no teníamos decidido aún qué hacer, y él nos propuso una excursión desde la
ciudad a la que llegaríamos, Copacabana,
a la isla del Sol, y al regreso,
continuar camino en otro bus de su compañía para llegar por la noche a La Paz, todo por un precio ridículo en
comparación con lo que nos habían ofrecido desde Puno, y es que desde aquí notamos cierta mejoría de los precios que
hay en Bolivia si los comparamos con
los de Perú.
Copacabana no tiene nada digno de mención.
Es un pequeño puerto de paso para los viajeros, que se usa tanto para las excursiones por el lago hasta las islas del Sol y La Luna, como para el transbordo de pasajeros de los autobuses que van de Perú a Bolivia o viceversa.
Como dato curioso para dos tinerfeños
como nosotros, la historia de este lugar, cuenta que en el siglo XVI, se
apareció aquí la Virgen de Candelaria
obrando varios milagros, por lo que hoy en día es la patrona de toda Bolivia.
Hay una pequeña calle principal, que
baja desde donde paran los autobuses hasta el muelle, bordeada por, hostales y
pensiones, tienditas de souvenirs y restaurantes, que viven de los turistas.
Dejamos nuestras mochilas en la
oficina de la compañía de autobuses e hicimos tiempo paseando la calle
principal. Almorzamos en un restaurantito junto al lago y a la hora convenida,
sobre las 13:00 horas, (a la hora en Bolivia
se le suma una, con respecto a la de Perú)
subimos a bordo de una embarcación similar a la de ayer, y comenzamos la lenta
y tediosa navegación por el lago, de una hora y pico de duración, hasta llegar
a la Isla del Sol.
Nos bajamos en la zona de la isla,
donde está la famosa y empinada escalera
Inca, pero antes de entrar en la isla, de manera muy antipática, los
lugareños detuvieron a todo el mundo, y comenzaron a cobrar sus 5 (Bs)
Bolivianos, por persona como tasa de ingreso, cosa que molestó sobre manera,
más por la actitud que por la cuantía, a los turistas norteamericanos y chinos
que venían en el barco con nosotros. En general, los lugareños de la isla que
nos tropezamos durante la caminata que hicimos por su isla, nos trataron de
manera muy áspera, llegando incluso sólo con ver nuestra cámara de fotos, sin
ni siquiera enfocarlos a ellos, a ocultarse el rostro con las manos…cuando
cruzaban su mirada con nosotros, al contrario que en las islas del lago
peruanas, Amantaní y Taquile, lo hacían con muy mal gesto.
Como siempre la altitud, se hizo sentir duramente, nada más comenzar a subir la escalera Inca, así que con un ritmo cansino, tomamos el sendero que nos condujo al pueblo de la comunidad Yumani, donde los lugareños, por motivo de sus festividades, ejecutaban al ritmo de una orquesta de tambores y trombones, un monótono bailecillo, ataviados de una manera un tanto curiosa, mezclando trajes semitradicionales en las señoras y modernos trajes de corbata en los hombres…
Por el sendero que habíamos tomado, se divisan unas bonitas vistas al lago y a la isla vecina de La Luna, pero las imágenes del tipo de construcciones, sin orden y con techos metálicos, afean mucho a esta isla.
Después de un rato paseando por el pueblo, retornamos al barco a la hora convenida, para trasladarnos hasta el otro punto de la isla que visitaríamos, donde se hayan las ruinas del templo Inca de Pilkokayna.
Templo Inca de Pilkokaina. |
Hicimos una breve parada allí, pues tampoco es que la visita diera para mucho más, y continuamos la navegación, ya de retorno a Copacabana.
Sin muchas más anécdotas que contar al
llegar a tierra, deambulamos un rato por la calle principal de Copacabana, curioseando en los puestos
callejeros en busca de alguna prenda de alpaca que no conseguimos, hasta que se
nos hizo la hora de tomar el bus para proseguir nuestro camino.
En la ruta, ya sin luz solar, nuestro transporte se detuvo en el estrecho de Tiquina, una franja de agua de unos 800 metros de longitud.
Ya habíamos visto imágenes en
televisión de esta curiosa zona, donde los lugareños sobreviven, a base de
cruzar a personas y vehículos en sus destartaladas barcas.
Así que mientras nuestro autobús pasó a bordo de una de éstas curiosas barcaza de madera, nosotros tuvimos que pagar una pequeña embarcación para alcanzar la otra orilla.
Fue una situación divertida pero un poco extraña.
Todos los pasajeros que viajábamos en el autobús, nos apiñábamos en la minúscula cabina del bote, debido a la falta de espacio, intentando encontrar algo de calor juntándonos, porque a nivel del agua, hacía un frío más que considerable.
Parecíamos más inmigrantes ilegales que otra cosa.
Así que mientras nuestro autobús pasó a bordo de una de éstas curiosas barcaza de madera, nosotros tuvimos que pagar una pequeña embarcación para alcanzar la otra orilla.
Fue una situación divertida pero un poco extraña.
Todos los pasajeros que viajábamos en el autobús, nos apiñábamos en la minúscula cabina del bote, debido a la falta de espacio, intentando encontrar algo de calor juntándonos, porque a nivel del agua, hacía un frío más que considerable.
Parecíamos más inmigrantes ilegales que otra cosa.
Ya de noche, mientras Marijose dormía, como de costumbre,
apoyando su cabeza en la ventanilla del desvencijado autobús que nos transportaba,
comencé a vislumbrar el paisaje que proporcionan las luces en la noche de una
enorme ciudad, que singularmente, se situaba a los pies de nuestra posición, en
un impresionante y gigantesco socavón geográfico.
Era la ciudad de La Paz.
Era la ciudad de La Paz.
Los mejores momentos de nuestro paso por el Titicaca y sus islas en 180 fotografías:
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