Por la noche había
llovido, así que cuando emprendimos el camino hacia la selva a bordo del jeep,
nos encontramos con que la carretera, no era sino una pista de fango, una
trampa, donde habían caído atrapado los vehículos que nos encontrábamos por el
camino.
A duras penas, los
todoterrenos podían seguir avanzando.
De cuando en cuando nuestro conductor tenía
que parar el jeep, y nos hacía bajar para poder sortear algún obstáculo
peligroso, ya que los grandes camiones atrapados ocupaban toda la pista, teniendo
que caminar llenándonos los pies de barro sin más remedio.
Era una situación
dura por el calor, la humedad, el barro… pero al mismo, tiempo estábamos
alucinados, casi no nos creíamos aún que estuviésemos allí.
Aunque de momento, no
habíamos interactuado mucho, nuestro grupo abordo del jeep, estaba formado por Gilbert, nuestro conductor, Sergio, nuestro guía, una pareja de
alemanes, Maike y Johannes, un japonés simpatiquísimo, Shuhei, y una joven norteamericana, que
no se involucró nada, por lo menos con nosotros. Tan discreta fue su andadura
esos días entre nosotros, que no supimos como se llamaba porque casi ni nos
enterábamos de que andaba por allí.
El trayecto fue una autentica aventura de unas cuatro horas, en las que Gilbert lograba a duras penas sortear todas las dificultades que nos ponía la carretera, mientras que nosotros íbamos dando votes en nuestros asientos dentro del jeep.
Por supuesto, con el idioma
de aliado, con Gilbert y con Sergio nos entendimos a la perfección,
ambos nos cayeron muy bien.
Como guía, a Sergio,
lo recomendamos absolutamente, fue el mejor de todos los que conocimos en este
viaje, tanto por su simpatía como por sus conocimientos de la selva.
La pareja alemana,
formada por la rubita Maike y el larguilucho Johannes, chapurreaba unas cuantas
palabras en castellano, con eso más nuestro “inglés de garrafón”, nos apañamos la
mar de bien para entendernos.
Shuhei, fue uno de los gratos descubrimientos de este viaje. Un
japonés de casi treinta años de edad, que trabajaba y vivía en un circo de Chile desde hacía un año, así que
defendía nuestro idioma con suficiencia, y aunque a veces no nos entendiésemos
del todo, su “buen rollo” y su encantadora sonrisa cautivó a todo el grupo,
nosotros dos incluidos.
A los lados de la
carretera de barro y del tendido eléctrico que la flanqueaba, ya no había vestigio
de civilización, solo vegetación y enormes charcos de agua empantanada, y de
vez en cuando nos llevábamos alguna sorpresa descubriendo algún ave enorme,
alguna serpiente, y por primera vez, pudimos ver con nuestros ojos, el enorme
tamaño de los capibaras, que
desaparecían en la maraña cuando nos aproximábamos.
Sobre las doce del
mediodía llegamos al pueblo de Santa
Rosa, donde almorzamos mientras bromeamos un poco con las señoras del
restaurante, confirmando una vez más la afabilidad de la gente de este lugar.
En restaurante,
aparecieron dos jóvenes norteamericanos algo extraviados, que se unirían al
grupo unas horas más tarde.
Allí mismo, pagamos el boleto de entrada al Área Protegida Municipal Pampas del Yacuma, de Santa Rosa-Beni, 150 Bs, antes de dirigirnos al embarcadero en el que
tomaríamos el curioso y larguísimo bote de madera provisto de un motor fuera
borda, en el que nos moveríamos esos días entre los humedales y los estrechos canales
de agua del río Beni.
Desde el mismo
instante en el que comenzamos la navegación por el río, el paisaje que surgió
ante nuestros incrédulos ojos, fue sencillamente espectacular.
El cielo estaba inmaculadamente
azul, rasgado por las nubes que habían descargado el agua de esos días, el
verde intenso y brillante de la vegetación, el agua tan oscura que parecía té… y
los sonidos estridentes de los animales que lo inundaban todo… y los olores de
la tierra húmeda y de las plantas...
Comenzamos a divisar aves
preciosas.
Las había a cientos, de todos los tamaños y colores.
No somos nada
entendidos en la materia, pero en los días que estuvimos por allí, pudimos identificar
entre otras, algunas tan grandes y espectaculares como el jabirú y la garza morena.
Otras tan curiosas como el Pato cuervo,
el Martín pescador, el Loro hablador, la Paraba azul y amarilla, el Serere…
muchas rapaces como por ejemplo el Caracara
carcaña…
vamos, que los amantes de las aves, aquí se darían un festín fotográfico.
Salieron a nuestro
encuentro los primeros animales que viven entre la vegetación además de las
aves. Un grupito de graciosos monos
amarillos, llamados aquí Chichilos,
surgió de entre las ramas para curiosearnos, mientras Sergio, nos acercaba a ellos, metiendo la canoa literalmente
dentro de los arbustos por donde ellos se asomaban.
Nos pasó en varias
ocasiones, y es que como nos agenciamos los primeros asientos de la embarcación,
cada vez que nos acercábamos a la orilla para observar lo que fuese que
apareciese en ese momento, éramos los que se llevaban los raspones de las
ramitas, pero valió la pena.
Otros primates que
pudimos observar por durante la navegación por los humedales, fueron los
espectaculares monos aulladores.
En
nuestra ruta de esos días, nos encontramos diseminados por el camino algunos
aulladores de pelo negro y de pelo rojo.
De cuando en cuando,
se nos aparecía en la orilla, algún ejemplar del roedor más grande del planeta,
el capibara, a veces alimento de las
anacondas, que parecía no temernos
demasiado, por lo menos, mientras no nos acercásemos demasiado.
Cuando lo
hacíamos, tranquilamente, se levantaban y se ocultaban a paso lento entre la
maleza.
También fue
impresionante la cantidad de reptiles que pudimos observar.
Las tortugas tomaban sol tranquilamente en
las orillas, hasta que aparecíamos en nuestra embarcación y saltaban al agua
como posesas. Algún caimán también se
ocultaba despacio en las orillas mientras nos miraban inquisitivamente con sus
ojos de periscopio…
Pasamos la tarde
anonadados, exclamando de admiración cada vez que aparecía un nuevo animal a
proa de nuestro bote en aquel idílico escenario, pero había algo que yo estaba
deseando ver más que nada en el mundo, y lo buscaba todo el tiempo con el rabillo
del ojo.
Me había quedado una profunda tristeza no haber tenido ni rastro de
ellos en China, probablemente ya
extinguido de las aguas del río Yangtzé,
pero aquí, afortunadamente, todavía los hay.
Como si fueran
fantasmas, de vez en cuando, daban señales de su presencia mediante fuertes
chapoteos sorpresivos en el agua, pero cuando nos volvíamos, solo podíamos ver las
ondas del agua agitada… aquí los llaman
Bufeos, son los delfines rosados
de río.
Así se nos pasó la
tarde, y poco antes de que anocheciera, la caprichosa climatología de la selva,
nos la jugó.
Sin previo aviso, en una zona del río donde no pudimos
refugiarnos, descargó sobre nosotros un fuerte aguacero que nos caló hasta los
huesos.
Lo único que pudimos hacer fue parar la canoa en la orilla, y dejar que
la lluvia nos empapara hasta que decidiera aflojar un poco y pudiésemos
continuar.
Es muy curiosa la temperatura del agua de lluvia en los humedales.
Es tibia, por lo que no resulta muy desagradable el mojarse.
El problema para
nosotros dos, fue que habíamos venido tan ligeros de equipaje, que con la
humedad tan grande, esa ropa mojada, ya no se nos secó, y como dos extranjeros
locos, tuvimos que hacer el resto de la travesía con ropa poco, más bien nada,
apropiada para deambular por la selva, con el coste que eso conlleva.
A punto de oscurecer,
arribamos a una zona del río Beni,
donde las diferentes agencias de turismo, tienen montadas sus cabañas para
alojar a los turistas.
Como a todo el mundo,
aunque nadie o pocos lo reconozcan, nos han “estafado” alguna vez. Nosotros
recordamos por ejemplo en Camboya, el
excesivo precio que nos hicieron pagar por llevarnos hasta el poblado flotante
de Kompong Phhluk, en el lago Tonlé Sap, pero por esta vez, sí que podemos
presumir un poquito de lo bien que nos había salido la jugada cuando
negociamos. Puede que en un futuro cercano o ya hoy mismo, haya más
alojamientos privados en esta zona, pero en el momento de nosotros ir, ninguna
agencia lo ofrecía. Es más, la cabaña que nos proporcionaron, la estábamos
estrenando, ya que era la única que estaba terminada de las dos que estaban
construyendo.
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Nuestra cabaña privada, con un caimán negro de vecino. |
Paramos en las
cabañas principales, donde se iban a alojar nuestros compañeros y donde tenían
acondicionado un pequeño comedor para que cenásemos. Después de comer con
nuestros compañeros, Sergio, nos
transportó en la canoa unos cien metros río abajo, donde estaba nuestra cabaña
privada, apartada del resto de los campamentos.
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Nuestros vecinos, los monos aulladores de pelo rojo. |
Al llegar a ella, nos
encontramos una familia de monos
aulladores de pelo rojo, que “cantaba” amenazándonos, justo encima del que
iba a ser nuestro techo esos días.
El sonido que emitían era alucinante,
parecía que hubiese cien monos gruñéndonos, cuando en realidad no había sino
tres ejemplares adultos.
Después de una ducha
reparadora, y de un pequeño descanso tumbados en nuestra hamaca, disfrutando de
la soledad de nuestro paraíso, oyendo los espectaculares sonidos de los animales
de la jungla, Sergio, volvió con
nuestro grupo a buscarnos para la siguiente actividad organizada para el día de
hoy, buscar caimanes en la
oscuridad.
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Ojos del caimán, observándonos en la noche. |
Lo único malo, a
parte del clima selvático, y de lo que la memoria rápidamente se olvida al
recordar tanta belleza, son los
mosquitos.
Tanto a Marijose como
a mí, nos dejaron “hechos unos coladores”, sobre todo, culpa de habernos
quedado sin la ropa adecuada.
Solo con pensar como teníamos las piernas cuando
llegaban las noches de las picaduras, que llegaron a atravesar incluso
pantalones y camisas, se nos ponen los pelos de punta. ¡Hay que ver lo que
dolían!
Si teníamos que haber enfermado de alguna cosa rara, esa tenía que
haber sido la ocasión.
Comandados por Sergio, que dirigía magistralmente la canoa entre los estrechos canales
que se abrían entre la espesa vegetación, navegamos a oscuras durante un rato,
en busca del caimán negro y del yacaré, para alumbrarlos con nuestras
linternas y observar el curioso efecto que se produce en sus ojos cuando
atrapan la luz.
Los ojos del caimán, se vuelven puntos rojos en la
oscuridad, por lo que la sensación es la de sentirse observados por ellos, en
lugar de al revés. No localizamos a demasiados, pues cuando realmente se pueden
apreciar en todo su esplendor es en la temporada más seca, en la que al no
haber tanta agua en la zona, tienen menos refugio, pero como curiosidad, estuvo
más que bien.
Al retirarnos
nuevamente a nuestra cabaña para pasar la noche solos, la sensación de la
jungla por la noche es casi terrorífica.
En una oscuridad impenetrable, los
sonidos de los enormes insectos y de los animales nocturnos se multiplican,
pudiéndolos oír saltando de rama en rama sobre tu cabeza, chapoteando en el agua,
gritando, etc. Es una auténtica maravilla.
Marijose, como es habitual, dándome envidia, enseguida se durmió,
pero yo me quedé pendiente, fascinado, un buen rato a oscuras, agudizando el
oído y la vista desde la ventana que teníamos en el cabecero de nuestra cama,
por si podía ver algo. Y es que a veces sentía como si algo o alguien,
estuviese caminando agazapado, observándome a poca distancia, pero por más que
apretaba los ojos, era imposible ver nada a más de un metro de distancia.
A media noche, cayó
el diluvió.
Nos despertó la tromba de agua y nos pusimos a bromear
macabramente, con que a lo mejor, si aumentaba por la noche el nivel del río,
pereceríamos, como esos turistas que tantas veces vemos en las noticias y que criticamos,
porque pareciera que se buscasen el peligro ellos solitos…
Desde que amaneció,
nuestra vecina familia de monos
aulladores, nos despertó con sus “cánticos”, así que hasta que Sergio nos vino a buscar para llevarnos
a desayunar, pasamos unas horas explorando los alrededores de nuestro “hogar”. Había
dejado de llover, pero todo estaba húmedo y el suelo embarrado. En nuestra
exploración del entorno cercano, descubrimos a un nuevo vecino.
A dos metros de nosotros,
en la orilla del río, un precioso y enorme
caimán negro, dejaba sus ojitos fuera del agua observándonos con
curiosidad. Con todo el respeto que hay que tenerle siempre a este tipo de
animal, nos fue muy sencillo acercarnos y observarlo con todo lujo de detalles.
Cuando Sergio apareció en su canoa, hubo algo
que le llamó la atención.
-¿Señor Pedro, ve eso que hay en el suelo al
lado de su ropa? – me gritó señalando y refiriéndose a la ropa mojada que
habíamos dejado tendida por fuera de la cabaña – Sí…caca de algún animal…- le
devolví en grito, y saltando de la canoa a tierra, se acercó a ella, buscó un
palito en el suelo, se agachó y empezó a desmenuzarla – Es fresca… ¿ve los
huesitos de pájaros dentro de ella señor Pedro?
- me inquirió nuevamente – sí, los veo…- asentí, mientras él prosiguió
ilustrándome – ¡anoche, recibieron ustedes la visita del jaguar! – afirmó contundentemente con una sonrisa en la boca.
Entonces recordé la sensación que había tenido mientras miraba por la ventana en la oscuridad, y
me sonreí a mi mismo, pues no fueron sólo imaginaciones mías. Al otro lado de
la ventana, como en las películas de suspense, había un poderoso animal, un jaguar nada menos, observándome cara a
cara, y yo, aunque lo presentía, no pude ni verlo…y encima el tío, va y se caga
en mi ropa…
- ¡Se cagó en su ropa
porque le gustó su olor señor Pedro…!
- dijo burlonamente Sergio. –
Entonces, es que era UNA jaguar – le contesté devolviéndole la broma, mientras él se
doblaba por la risa.
Después del desayuno
en compañía de nuestros compañeros, salimos nuevamente a surcar los rincones
más recónditos del río Beni. La
actividad propuesta por Sergio para
hoy en la mañana era… ¡encontrar
anacondas!
El día estaba muy
gris, amenazaba lluvia, pero ni un ápice de viento.
Un arcoiris fantástico
adornaba el cielo, y se reflejaba en el agua, completamente quieta, como un
espejo.
Las aves emitían sonidos espectaculares, y pronto encontramos más
animales en los árboles.
Un enorme mono aullador negro nos miró con
curiosidad desde la atalaya de su árbol.
Nos tropezamos con muchísimas más
aves, Caracaras, Jabirús, Garzas negras, que huyeron de nosotros, y ante mi insistencia, Sergio nos llevó hasta un remanso que
los locales apodan como la piscina de los bufeos,
pero ni rastro de ellos.
Llegamos al lugar
propicio para encontrar la anaconda,
justo en el momento que comenzó a llover nuevamente.
Aun así, todo el grupo
bajó de la canoa y comenzó a caminar lentamente por el enorme humedal.
El
terreno que pisábamos, de barro y juncos semisumergidos, era durísimo de
solventar.
A pesar de que nos habían prestado botas de agua, pronto se nos
inundaron por dentro, lo que hacía más incómodo caminar por allí.
Para colmo, la fina lluvia
acrecentó el calor, y los mosquitos no
tuvieron piedad de nadie, menos de mi, que ese día tuve que estar en pantalones
cortos, ni de Marijose, que a pesar
de que llevaba puesto unos pantalones largos, eran elásticos, y se las
ingeniaron para atravesar la tela.
El destrozo que le causaron en sus piernas,
aún me pone la carne de gallina.
No encontramos anaconda alguna, si acaso algún rastro
de ellas como alguna caca y un cadáver de garza.
Sí que vimos de cerca un jabirú al
que sorprendimos al salirle de entre los juncos, y cuando agitó las alas para
huir, nos dejó impresionados por su enorme tamaño.
A pesar de no avistar
a la serpiente más grande del mundo, la excursión de esa mañana, quitando lo
agotadora que resultó por el esfuerzo que requirió y lo sanguinario que fueron
los mosquitos, fue muy muy
divertida. Todavía hoy en día vemos las fotografías y no nos creemos que
hayamos estado de paseo por allí, ¡como si tal cosa…!
La lluvia comenzó a
apretar a medio día, por lo que decidimos volver al “campo base” para almorzar.
Después de una ducha y una siesta, apareció Sergio nuevamente a buscarnos con el resto del grupo,
proponiéndonos una nueva actividad, pescar pirañas
a cordel…
|
Una piraña atacando el cebo de mi anzuelo. |
Vamos
a ser serios, lo que hicimos, no fue pescar
pirañas, lo que realmente conseguimos fue alimentarlas.
Con unos anzuelitos
y unos trozos de carne de res que Sergio
nos proporcionó, estuvimos una hora más o menos intentando pescarlas, pero
éstas eran tan menudas, que mordisqueaban la comida y la “robaban” sin llegar a
picar.
El único que logró sacar una, de un tamaño minúsculo, tanto que aquello pudo
ser delito por lo de las tallas de los “pezqueñines”, fue Shuhei, que montó un alboroto que casi nos hace volcar por
cachondeo que nos pillamos.
Cuando a la noche en la cena, vi que se la habían servido
frita junto con arroz, tuve guasa hasta que nos despedimos.
|
Un delfín rosa se sumerge después de salir a respirar. |
Cuando retornamos de
fracasar, tanto buscando anacondas como
pescando pirañas, en el camino de
vuelta, por fin vimos con nuestros ojos algunos delfines rosa.
No los vimos sino salir a respirar, y cuando nos acercábamos
a ellos, nos esquivaron burlonamente.
Ya desde el tinglado
de madera, que tenían montado los de la agencia Dolphins en las cabañas, antes de la cena, con la última luz del
día, pudimos observar a un grupo de Bufeos,
que descendían el río mientras jugaban y cazaban peces, asonando sus cabezas y colas,
chapoteando en el agua.
También descubrimos como
los caimanes se han acostumbrado tanto
a las personas, que paseaban
tranquilamente a unos metros por debajo de nuestros pies, sin inmutarse.
Lo que vimos ese día
fue fantástico, pero lo mejor, como todo en este viaje, lo teníamos reservado
para el día siguiente, el último en las
Pampas.
Acostumbrados ya al
sonido de la jungla por la noche, fuimos felices en nuestra cabaña.
Dormimos
como osos, y eso que media noche, volvió a llover tan duramente como la
anterior.
Ese día, Sergio nos vino a buscar muy temprano,
sobre las 5:00 am, pues uno de los objetivos de hoy, era ver el amanecer desde el
río, en lo más profundo de la selva.
A pesar de que el
cielo continuaba muy cubierto de las caprichosas nubes, el despertar del día
desde donde lo vimos, fue un sueño hecho realidad.
Las tonalidades
rojizas de la jungla al asomar el sol, y la actividad de las aves y otros animales,
que a esas tempranas horas montaban su escándalo particular, fueron uno de los
mejores recuerdos que nos traemos a casa de este viaje.
Volvimos a desayunar
a nuestro “campo base” y de allí, salimos nuevamente a intentar ver a mis
anhelados delfines rosa de río.
Como suele pasar en
la selva, cuando vas concentrado en ver una cosa en concreto, te maravillas de
lo que no esperas, y es que la cantidad de aves, monos, caimanes y otros animales
que nos tropezamos por el camino, no tuvieron desperdicio.
Sergio nos volvió a llevar al remanso, del que dicen que es una
piscina para los delfines, y aunque
se hicieron derogar, un grupo de ellos apareció, por fin, jugueteando delante
de nuestras narices.
No me lo pensé dos veces y me lancé al agua tras ellos.
Sergio, nos había explicado, que a pesar de que en esas aguas abundan
los caimanes y las pirañas, cuando pasan los delfines, éstos se retiran, y la verdad
es que no pensé en ellos, hasta que me vi nadando en aquella agua tan cargada
de taninos, que no ves nada, ni siquiera tu propia mano a unos centímetros de
profundidad.
Fuera como fuera, no
iba a desaprovechar la oportunidad de estar cerca de aquellos animales a los
que intenté perseguir a nado, cosa que me fue imposible, a pesar de ser buen
nadador, pues no contaba con la pesadez del agua dulce, que nada tiene que ver
con la salada en la cuestión de la flotabilidad.
Los delfines desaparecieron sin dejar
rastro, y Sergio me pidió que me
sujetara a la barca para movernos hasta otro rincón donde él pensaba que habría
más.
Sujeto de esa manera tan absurda al bote, recorrimos un buen tramo de río,
hasta que encontramos más delfines.
Era casi imposible
verlos a nivel del agua por la oscuridad de ésta, pero Marijose me iba avisando de que estaban al lado mio, a menos de un
metro.
Cuando los veía aparecer saliendo a respirar por mi izquierda, se
sumergían ante mis narices, y de repente Mari
me gritaba: - ¡está detrás de ti! – yo me giraba en su busca, y lo volvía a ver
desaparecer.
Así estuvo un rato uno de ellos, como burlándose de mí, incluso me
rozó en los pies antes de marcharse.
Shuhei, animado al verme, también se lanzó al agua, pero la angustia
de estar nadando en aquél sitio le pudo enseguida, bastante más rápido que a
mi, que me convertí en el “pesado” del grupo.
Y es que costó alguna hora y
varias inmersiones más en diferentes lugares, antes de sacarme del agua
definitivamente.
De vuelta por última
vez al “campo base” para almorzar e irnos ya, Marijose no hacia sino repetirme lo loco que estaba de no pensar que
me podía haber comido algún caimán,
pero yo le contestaba que había valido la pena. Por fin había cumplido un
sueño, ¡nada menos que nadar en las aguas de la Amazonía, y junto a los delfines
rosas de río!
Después del almuerzo,
volvimos tranquilamente navegando hasta el punto donde habíamos embarcado tres
días atrás.
Salió el sol, y lo iluminó todo, resaltando los bonitos colores de
la jungla.
Divisamos más bufeos
durante el trayecto, y Mari me tuvo
que retener el impulso de volver saltar al agua a nadar con ellos.
Incluso un
ejemplar enorme nos sorprendió a todos dando un impresionante salto justo al lado
nuestro, como despidiéndose.
Nos despedimos de Sergio, a quien saludamos desde aquí. Nos
regaló su email por si algún día regresamos, y con buena gana lo haríamos ahora
mismo si pudiésemos.
Tuvimos que esperar a
que apareciera Gilbert, que llegó bastante
tarde, pues las carreteras hasta aquí habían empeorado por las lluvias.
Mientras esperábamos, en la orilla, aparecieron más delfines, y anonadados, nos quedamos todos observando sus jugueteos…
Desgraciadamente, por
que con gusto nos hubiésemos quedado a vivir allí, apareció Gilbert, que nos devolvió a Rurrenabaque, después del trámite de
unas interminables horas de dura carretera, en la que nos volvimos a encontrar
con las dantescas imágenes de los vehículos y enormes camiones atrapados en el
barro.
|
Shuhei, Marijose, Pedro, Johannes y Maike. |
En el pueblo,
organizamos una cena de despedida en un restaurante italiano del pueblo, con Maike y Johannes, y con Shuhei, con quienes seguimos
manteniendo contacto y ojalá volvamos a cruzar nuestros caminos algún día.
Ya ni nos acordábamos de
las fechas en las que estábamos, pero dado que aquí tienen el mismo calendario
festivo-religioso que en España, por
sorpresa, descubrimos que estábamos de lleno en la noche de San Juan, por lo que asistimos en la
plaza de la iglesia del pueblo, al lado de nuestro alojamiento, a las
celebraciones de los habitantes de Rurrenabaque,
que nos recordaron a nuestra infancia aquí en casa. Niños jugando con bengalas,
hogueras, una orquesta local…
¡Una grata despedida!
A la mañana
siguiente, muy a nuestro pesar, tuvimos que volver al singular aeropuerto de Rurrenabaque, para tomar nuestro avión fóquer de 18 plazas y retornar hasta La Paz, ciudad a la que tanto a Marijose como a Maike les daba pereza regresar, ya que recordaban lo mal que lo
habían pasado con el problema de la altitud, y desde donde tendríamos que
emprender una angustiosa y vertiginosa ruta de vuelta hasta Lima, en Perú, en sólo tres días para no perder nuestro vuelo de vuelta a
casa.
¿Conseguiríamos llegar a tiempo? Lo contaremos en el último capítulo de
este viaje...
Secuencia de 154 fotografías de nuestro paso por las Pampas del Yacuma.